jueves, 21 de abril de 2011

FIN DE PARTIDA

Como excusa de haber adquirido recientemente el box-set mencionado, después de haber estado discontinuado, y difícil de conseguir, pude encontrarne con él luego de una búsqueda y una persistencia ciega.
Como decía un viejo amigo, colega
radial, contra el convencimiento no hay nada que hacer. De escucha obligatoria para cualquier aficionado bien nacido, esta edición es una plusvalía en sí misma, no solo por lo dicho en aquellos años por el pianista sino también por el criterio de la selección.
La edición que está en curso, como comentario estético, a diferencia de la que salió en su momento es la que se conoce como Long-Box y no es la pequeña que yo conocí en el formato disco-libro. Esta crítica excelente la realizó el escritor Stéphane Ollivier al momento en que veía la luz esta recopilación y fue publicada por la revista Los Inrockuptibles en 2001. Una revisión que intenta abarcar la totalidad de aquellos tormentosos años del Monje , aquel como decía Kant, que en su condición de genio daba sus propias reglas al arte. Sin desperdicio.-

Se recopilan y se reeditan los años Columbia del gran Thelonious Monk,
una época muchas veces incomprendida en la carrera del pianista, apresuradamente juzgada como repetitiva y monótona. Las últimas llamaradas de un genio antes de los destrozos de la locura y el mutismo definitivo.

Si Thelonious Monk pertenece definitivamente a la leyenda del jazz y se impone, más allá de los estilos, como uno de los genios menos discutibles de la música del siglo XX, el largo período que pasó en el seno del sello Columbia, que cubre aproximadamente los años 60 y marca el apogeo de su reconocimiento público, permanece paradójicamente como el más controvertido de su trayectoria. Una franja bastante importante de críticos adquirió en efecto la costumbre de reprocharle al pianista, en ese instante delicado de su accidentado itinerario, diversas tonterías: una repetición temática, sintomática, según ellos, de un empobrecimiento de la inspiración; un encogimiento monomaniaco alrededor de la fórmula canónica del cuarteto en detrimento de la diversidad orquestal; una falta crónica de personalidad, finalmente, de parte de sus acompañantes, como si Monk (¿cansado?, ¿satisfecho?) se resistiera en lo sucesivo a aventurar su universo al riesgo de lo otro.
En resumen, sus detractores (muchas veces monkófilos convencidos) condenan la faceta repetitiva y progresivamente monótona de una música cada vez más prisionera de su poética, presentándola muchas veces como altiva en su torre de marfil, totalmente indiferente a las revoluciones circundantes que, desde el deslumbrante free jazz hasta la aparición del pop, iban a metamorfosear por completo, sin duda, el paisaje musical en el transcurso de la década, sin que en ningún momento esos sobresaltos estéticos encuentren eco en su universo.
Sin embargo, ¿cómo adherir plenamente a esas críticas? ¿Cómo imaginar que Monk, después de pasarse más de quince años elaborando en completa confidencialidad en una suerte de fiebre creativa nunca satisfecha- una música auténticamente revolucionaria, singular e inimitable, pierda de golpe el control y se encierre, cuando apenas acaba de conocer la gloria, dentro de un sistema cerrado y estéril? ¿Cómo aceptar ver el absolutismo de sus propuestas radicalmente alternativas, hasta entonces pruebas indiscutibles de su talento, de pronto considerado, a través de una inversión de valores, como la marca infamante de los límites de un universo incapaz de renovarse? Algunos, para acreditar la tesis de una decadencia, no dudan entonces en hablar de su locura latente desde siempre pero cuvas primeras manifestaciones públicas comienzan en esa época a perturbar su vida social y a preocupar a los que lo rodean.
La demostración se vuelve irrefrenable: si Monk se encierra progresivamente en el universo musical cada vez más mezquino que describen, es que la esquizofrenia insidiosa que iba a llevarlo al mutismo destruye los últimos vestigios de su personalidad. Esos años Columbia no pueden pensarse a partir de eso más que a la sombra de la locura, y desarrollarse, monótonos, como la crónica de una decadencia anunciada. Evidentemente, ese guión caricatutesco no resiste a la escucha y al análisis de las obras, porque si bien la locura gana terreno durante esa época, Monk nunca pierde el dominio de su arte. Sin embargo, no se puede evitar: ese momento paradójico de su discografía sufre de una clase de sospecha crónica: ¿madurez o rezongos seniles? ¿ Trayecto hacia la depuración formal o progresivo encierro en un sistema enfermo, cada vez más automático?
Una excelente antología de tres discos que ofrece un panorama temático de esos años difusos, a la que se suman dos suntuosas reediciones - que rinden cuenta magistralmente del nivel de intensidad realmente alucinante que podía alcanzar esa música en vivo -, llega en buen momento y vuelve a poner en perspectiva lo que, de todos modos, demuestra ser el último gran período de creatividad del pianista. Hay que revisar rápidamente la trayectoria anterior de Monk para comprender las cosas decisivas que están en juego aquí. Si bien, a partir de su aparición a mediados de los años 40, se impone rápidamente entre los jóvenes del be bop como uno de los músicos más talentosos v definitivamente singulares de la nueva escena, durante varios años su carrera caótica va a permanecer confinada a una suerte de confidencialidad admirativa. Y si bien el pianista es considerado muy rápidamente como un genio entre sus pares, seguirá siendo durante mucho tiempo para el público un músico raro, adepto a una modernidad plagada de arcaísmos, de armonías disonantes y melodías angulosas y laberínticas de encanto perturbador, definitivamente diabólico.
Grabando irregularmente para oscuros pequeños sellos, hoy en día míticos gracias en parte a las obras maestras que generó para ellos (Blue Note de 1947 a 1952, Prestige de 1952 a 1954, y luego, a partir de 1955, Riverside), Monk es por entonces un desconocido célebre, tan misterioso como inevitable. Es más, habrá que esperar hasta 1957 para que su carrera tome de pronto una nueva dimensión. Recuperando su cabaret card, confiscada en 1951 por sórdidos asuntos de drogas, Monk puede tocar de nuevo en los clubes de su ciudad, Nueva York. Empieza a presentarse de inmediato en un pequeño club del Lower East Side, el Five Spot, a la cabeza de un nuevo cuarteto en el que explota el atormentado lirismo de un joven saxofonista en plena revolución estilística: John Coltrane. El encuentro funciona y el éxito es considerable.
De golpe, Monk sale de las sombras y las cosas se precipitan: Monk encuentra en Orrin Keepnews, productor del sello Riverside, al interlocutor que le faltaba y graba en unos meses algunos de sus discos más hermosos ( Brilliant Corners, más que nada), es elegido músico del año por los críticos de Down Beat y ve crecer su fama por todas partes, tanto en el interior como en el exterior del país. Monk se convierte en el ídolo de los entendidos. Las cosas se han puesto en marcha. En medio de esa dinámica, firma en 1962 con Columbia, el gran sello de la época. Con 45 años, por fin encuentra la consagración e inaugura indudablemente una nueva etapa de su carrera.
De hecho, ese período de madurez coincide con la llegada a la orquesta de Charlie Rouse, el interlocutor ideal para Monk, que está en busca de estabilidad: un saxofonista de estilo al mismo tiempo vehemente y aterciopelado, anguloso y curiosamente etéreo; una suerte de soñador terrestre que se insinúa como ningún otro en la lógica laberíntica de sus armonías, esquiva con gracia sus trampas rítmicas, perfectamente cómodo en los meandros de esas melodías falsamente rengas de equilibrio inestable de las que Coltrane decía: "¡Pifiar un acorde es como caerse por el hueco del ascensor!". Rouse será hasta 1970 será la base del cuarteto de Monk, su más fiel compañero, aquel con el cual el pianista podrá por última vez retomarlo todo desde cero. Porque si bien, en efecto, Monk se contenta a partir de ese instante cae hurgar en su propio repertorio para encontrar su materia prima se dedica paralelamente a una reorganización radical de su orquesta muy poco percibida en la época, modificando los ejes principales, conmocionando los equilibrios, acaparando cada vez más la posición de solista, convirtiendo al saxofonista en un elemento de la sección rítmica - en resumen, reinventado literalmente la estética del cuarteto. Y lo que se impone al oyente de hoy es realmente la sensación de que, detrás del aparente clasicismo de esas nuevas versiones, más allá de la impresión superficial de "ya escuchado", Monk continúa innovando y abriendo nueras perspectivas para su música, trabajando no su materia sino su herramienta.
Finalmente, esos años Columbia, lejos de ser esa fase de estancamiento tan habitualmente caricaturizada, se presentan por el contrario como un momento fundamentalmente dinámico de la trayectoria del pianista. Aquel en el que Monk, en contra de la corriente, sin preocuparse por las modas y las convulsiones dd mundo musical que lo rodea, decide regresar sobre su carrera y revisitar, por última vez, sus territorios. No por pereza o falta de inspiración, sino para echarle una mirada nueva, crítica y hacer surgir de allí una belleza inédita, hasta entonces realmente inaudible.

Stéphane Ollivier
The Columbia Years (1962-68)
Live At The Jazz Workshop
Monk In Tokyo
Intro: Impronta de Jazz

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